jueves, 24 de marzo de 2011

Timador sagrado.

Al principió, no creí que faltar a algunas clases perjudicaría mis calificaciones; digo, yo entregaba todos los trabajos y tareas puntualmente, me desvelaba por horas para acabar los planos y diseños-estudiaba arquitectura-. Ese esfuerzo es lo que se debía tomar en cuenta, no mis faltas a determinadas clases -que por otro lado, no eran tan esenciales-.

Lo cierto es que me confié; creí que mis buenas calificaciones, mi empeño reconocido, y mi afable relación con la mayoría de los maestros me salvarían de cualquier eventualidad. Ahora trabajaba a marchas forzadas para completar asignaturas pendientes. Ver mis calificaciones era casi surrealista, se pasaba de los nueves y fracción, o dieces plenos, a grises sietes, y hasta a la frustración de materias reprobadas. Esto no lo podían ver mis padres; máxime que, gracias a las dichosas buenas calificaciones recién me habían obsequiado un flamante y apantallador auto. Mi estatus ahora había cambiado gracias a este vehículo: todos me invitaban a sus fiestas para que llevara gente hasta a los rincones más apartados de la ciudad; y a pesar de que "todos" sabían de mi relación con Ofelía magnéticamente tenía ahora más amigas, habidas de un buen chofer con un buen carro. Las casetas de cobro bordeando la ciudad eran el limite.

Hablé con el rector de la facultad; se mostró preocupado.
-"¿Que te ha pasado?"
-"No lo se..."
"Problemas familiares" me hubiese gustado decirle. Que yo-pobre víctima ante las circunstancias- estaba inundado de de diversas e innominables crisis familiares. Como le pasaba a muchos de mis compañeros: ¿todos tenemos problemas familiares, no?

Pero la realidad era que en esos momentos me encontraba perfectamente en cuanto a dichas relaciones. ¿Que podía inventarle a la máxima autoridad de mi plantel? Si mis padres me tenían en una situación privilegiada, puesto que mis estudios iban muy bien-hasta entonces-; incluso me permitían trabajar realizando encuestas telefónicas en una compañía de Telemarketing de vez en cuando, a pesar de que económicamente me apoyaban en todo. Ni modo de decirle que todos los días me trataban como al hijo prodigo, el arquitecto que continuaría con la tradición familiar de esa noble carrera. Que mis padres, solícitos, me proporcionaban lo que hiciera falta para que el "estudiante de oro" siguiera en su empeño sin limitantes. El parásito de oro, el timador sagrado, debería decir.

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