domingo, 12 de julio de 2009

Frente a esa puerta.

No recuerdo exactamente donde había estado minutos antes, de donde venía yo.
Realmente no importaba. El recuerdo, la sensación de verme frente a esa puerta, frente a esa casa, era lo que me abrumaba. Otro recuerdo que me golpeaba como una piedra.

De repente, como tele-transportado –“Tele transportanos Scotty”-, frente a mi estaba la puerta de la casa de mis abuelos. Una sólida puerta metálica, amplia, con reminiscencias al art decó. La puerta de una vetusta casa en la colonia Roma.

Me veo llegando a esa puerta siendo niño. Me habían dejado salir a la calle a jugar con mi pelota. Todo estaba bien, hasta que sentí la imperiosa necesidad de orinar. Corriendo. A punto de orinar en mis pantalones, golpeé la puerta con desesperación. Nadie abría. No quería mojar los dichosos pantalones; no quería pasar por mas vergüenzas. Menos aún en casa de lo abuelos. Así que deslice mi bragueta hacía abajo y oriné justo en la puerta. No había planta ni maceta alguna –como en otras casas, a la entrada- donde disimular mi necesidad fisiológica. Oriné y me liberé; jamás había sentido tal alivio.
Ya iba a terminar de hacer lo mío -juro que ya iba a acabar-, solo faltaba un chorrito más, cuando mi abuela abrió la puerta. Su rostro fue de pasmo; ese nieto, que por cierto, ya había dejado de ser adorable, ahora era lo más cercano a un monstruo, a un ser diabólico que orinaba las mismas puertas del hogar sagrado.
Mi abuela me odió por eso. Se encargó de juzgarme, de ponerme en evidencia frente a los demás, de condenarme.

Otro recuerdo -otra piedra voladora que cae directo en tu cráneo, y atraviesa la "caja de las ideas"-: Se trata de la imagen nítida de esa misma puerta metálica. Ahora es una noche lluviosa. Estoy mojado por la puta lluvia; y la puerta está igualmente mojada. Daría igual si la orinara o no. Nadie abre. La lluvia no me molesta del todo. Estoy de cierto humor tolerante y relajado; tal vez se debe a que estoy ebrio. Me tambaleo; veo el reloj, sonrió estúpidamente. Le grito a mis abuelos-no traigo mi teléfono, lo debí haber perdido-. Hago un escándalo en plena calle. Maldigo a mis abuelos por estar tan sordos –tan ciegos al mundo de aquí afuera, tan encerrados, tan indiferentes-. Mi abuela sale en bata y en camisón de dormir. Nota que estoy ebrio. Me deja traspasar la puerta metálica. No recuerdo que me dice; pero algo me hace sentir culpable; algo en mi interior se quiebra y cruje. No puedo soportar más y estallo en lágrimas. Su desconcierto es total. Le digo -entre sollozos- que no es justo; que no fue justo perder a un hijo -para ella-, un tío -casi un padre-, para mí ; a alguien tan especial. Que no es justo que él no esté aquí, bromeando, llegando tarde, llegando de una gran fiesta siempre con buen humor -con su risa-. De tan buen humor que era capaz de convencerla para que le hiciera de cenar a esa hora –a ella, que era tan inflexible con sus otros hijos-.
La abuela comprende lo que trato de expresar; deja soltar unas cuantas lagrimas también; nos abrazamos. Los dos sabemos que yo no sustituiría a nadie. Que mi vida en esa casa es circunstancial, momentánea. Con todo y eso, me hace de cenar; como siguiendo un viejo ritual. Y, en esos momentos el también está ahí, con nosotros. Nunca murió; eso no pasó, negamos el hecho solo por unos minutos, y cenamos casi en silencio; respetando las horas -la madrugada-; y respetando el solemne recuerdo de nuestros muertos. Calienta unas tortillas para mí –¿De donde sacara esta mujer dinero para huevos y jamón? ¿De dónde sacara fuerzas para vivir con todo lo que le ha pasado?

Liberado -de alguna forma-, y después de haber cenado copiosamente, duermo en la habitación que antes era de él. Duermo en su cama. Veo los posters que el colocó ahí, en las paredes de su cuarto; veo los ojos de las personas -personajes- que están en esos posters; ellos me miran a mi también. Contemplo una calcomanía pegada en la cabecera de su cama, me da risa, me trae buenos recuerdos; y cierro los ojos para dormir, en esa casa, detrás de la puerta de metal, en la colonia Roma mojada por la lluvia nocturna.

miércoles, 1 de julio de 2009

T.Q.M.

Lo que mas recuerdo de ella; lo que más intento evocar, y que me golpea los sentidos al recordarlo, era el olor de su aliento.

No es que este oliera mal, para mi era el olor de todo aquello que es seductor. Todo en ella se configuraba para seducir: su cabello teñido de un rubio cobrizo, sus gestos cuidadosamente -mimeticamente- infantiles, su nariz pequeña y chata, sus pecas en el rostro, su característico color de piel, sus piernas, que ostentaba orgullosa con el uso de pequeños shorts. Se sabía deseada a sus dieciséis años. Anhelada por los papás de sus amigas, por lo viejos rabo-verdes que pasaban a su lado en la calle, por los escuincles pendejos, y por los güeyes de veintitantos que se creen conquistadores -galanes de balneario-. Se sabía también envidiada por las chavas ñoñas, las feas inseguras, las obesas, las mustias, las señoras fodongas que visten solo pants, y por las chicas que eran mas guapas que ella, pero que no explotaban su belleza como ella lo hacía: con desenfado, con la seguridad de conocer el simple hecho de que casi todo el mundo quiere coger; y que, con ese precepto en mente -inscrito en sus genes, corriendo en sus venas-, ella haría a su antojo. Siempre habría un imbécil, ya casado, a sus píes. Ahora que recuerdo solo andaba con tipos que tenían dinero en los bolsillos. ¿No se por que diablos andaba conmigo?

Ese aliento, sofocante a veces, refrescante en muchos momentos. Incluso toda su casa olia como su aliento. Toda la casa encerraba su esencia. Era como entrar al santuario/jardín de una olorosa flor a punto de retoñar.

Vivía casi sola, sus padres trabajaban todo el día. Su padre: un alto funcionario público, del que los vecinos hablaban pestes y rumores sobre sus incontables transas y desvíos de fondos. Yo no lo se, no me constaba nada de lo que decian; yo solo se que su casa estaba repleta de regalos; y que yo podía beber todo el whiskey que pudiera aguantar mi cuerpo de quince años, y ellos nunca notaban el faltante, o no parecía interesarles. Y digo que eran regalos, por que aún estaban envueltos y detentaban tarjetas de agradecimiento, de saludos, atenciones varías; casi siempre eran artesanías, estatuillas de bronce,y canastas con vinos,licores y productos en conserva, que atestaban buena parte de la sala principal, y de la estancia - . El refrigerador siempre repleto; por mas sandwiches que te hicieras, al otro día aparecía más jamón y quesos. Todo en la casa estaba inmaculado, las camas siempre tendidas y solitarias, enseres de cocina aún en sus cajas. La televisión era lo único de lo que emanaba una especie de vida, de ruido. Tanto orden, tanto vacío de gente, era algo perturbador. Pero era nuestro paraíso personal; el lugar donde cuando nos cansábamos de sexo, nos poníamos a jugar video-juegos -ella era muy buena en los games, por eso la amaba-; y cuando nos hartábamos de los video-juegos volvíamos al sexo.

Así las cosas, yo trataba de no darle mucha importancia al hecho de que saliera con otros tipos.

Cuando le pedí, ingenuamente, que fuera mi novia, ella sonrió con malicia y dijo:

-"¡Perfecto! Ahora tendré tres novios formales. Tres es un número de suerte para mi."

Cuando por fin un día nos despedimos, me dijo:

-"Oye,tu eres el novio formal con el que mas he durado; los otros dos que tenía cuando te me declaraste no duraron casi nada conmigo. ¡Te quiero mucho!- Y procedió a abrazarme fuertemente y con su entusiasmo característico para demostrarlo.