martes, 1 de marzo de 2011

-Vamos- A la escuela.

Comencé a faltar a clases para poder ver a Ofelia; pasar más "tiempo de calidad" juntos. A ella le entusiasmó la idea de ausentarse de la escuela durante algunos días específicos; ya estábamos, cada uno por su parte, bastante saturados de clases, temas, trabajos, estudios y estrés.

Yo solo tenía que esperar frente a la puerta de la universidad a que su papá, siempre puntual, la depositara ahí en las mañanas, confiado en que su nenita aprovechaba al máximo ese carisimo colegio. Ofelia entonces, a esas horas de la mañana, tenía olor a flores, a durazno: a champú y cabello húmedo.

La ciudad era nuestra por las siguientes seis horas: los cafés recién abiertos siendo acondicionados y aseados casi exclusivamente para nosotros, los parques semi vacios con uno que otro anciano tomando el sol, al igual que las funciones de cine con las salas sin gente; entonces las habitaciones de hotel con esa luz matutina eran nuestro escenario.

Y después, con el vigor y eficiencia de quién se esta saliendo con la suya, puntualmente regresábamos a la universidad -la de ella-, y ahí la dejaba; la veía alejarse con cautela para abordar el coche de papi.

Era tan fácil para Ofelía aparentar frente a sus padres, tan fácil la maniobra de saltarse las clases y utilizar la escuela de excusa-por un tiempo-, y tan conveniente para mi permanecer en la clandestinidad indefinidamente, que ponerme nervioso era un plus siquiera para sentir algo de rigor. Y después vivir al máximo esa ansiedad que causaba el anhelo de querer verla al otro día, y repetir el numerito, "darnos" otra mañana para nosotros-sin escuela, solo "la vida"-, de poder acariciarla y de reposar juntos en las camas de esos hoteles impersonales, de hablar durante horas en los cafés.

Se puede decir que me transformé en un romántico, para eso era la "bonita época universitaria" también, ¿no? Yo no lo inventé.

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