3.
Poco a poco, Raúl -"el greñas"; aunque ahora lucia el cabello corto por motivos laborales- pudo conocer el puerto y sus alrededores recorriendo las calles a pie, y posteriormente, en cuanto la empresa le asignó una camioneta pick-up, manejando a toda velocidad para no acalorarse demasiado. En semanas, todos los recovecos de su nuevo lugar de residencia le eran ya familiares. No había mucho que memorizar: el centro y su plaza de armas con algunos edificios influenciados por el art nouveau de fines del siglo XIX;unos cuantos comercios que no ofrecían mucha variedad; el puerto en cuestión y la aduana, cuya extensa pared surcaba el "centro" y lo dividia como una cicatriz, y donde el lado que daba a la calle invitaba a todo tipo de mercancías y placeres; los productos de contrabando, la prostitución, el alcohol, y las drogas, ahí siempre habían sido una industria más. Y, por cuestiones de trabajo, las refinerías, sus tanques y sus mecheros, eran para el su paisaje "natural"; su otra ciudad.
Se acostumbró a los enormes barcos cargueros bajando contenedores día y noche, y al olor penetrante a mar y a mariscos combinado con el olor de los petroquímicos.
Al principió, le fastidiaba ir a la playa, la arena que se metía en todos lados y el mar con residuos de chapopote no le eran tan agradables, además el sol solo le ponía la piel roja e irritada. Aunque rápidamente comprendió que, a determinadas horas, se podían hacer otras actividades en ese lugar. Se sorprendió a si mismo visitando regularmente la playa más popular de la zona para contemplar el mar, acompañado a veces de amigos y amigas, y otras solamente de unas cervezas y un cigarro de marihuana. También supo apreciar otras playas más inaccesibles, lejos de la gente y de las refinerías petroleras con sus inmensos tanques exudando aceite.
Sin aprenderse todos los nombres de las calles, se movía sin dificultad a través de las colonias de clase media aspiracional, que ahora, con el "boom" petrolero -de principios de los años ochentas- parecían prosperar. Tampoco le eran desconocidas las barriadas de clase baja y sus constantes e informales actividades lúdicas; y las "civilizadas" y "agringadas" colonias de clase alta, pretendiendo estar "aparte", aunque en realidad Raúl notaba que era un intento ridículo, pues todas las colonias estaban muy cercanas entre si. Bastaba caminar una cuadra para que el ambiente cambiara de un terregal con niños desnudos jugando y corriendo, y perros con tiña ladrando a todas horas, a avenidas limpias, cubiertas por robustos arboles, con enormes casas de todo estilo, y en las banquetas hidrantes amarillos como si fuera un barrio gringo.
En esas primeras semanas en el puerto Raúl conoció a una chica en una fiesta de compañeros de trabajo. Notó que, al principio, las mujeres del lugar actuaban de forma muy pasiva, y a la expectativa de que el diera el primer paso; pero que después se mostraban bastante seguras y con iniciativa. Le gustaban las chicas de la región: altas, con buenos atributos, y un fuerte acento mezcla entre norteño y gente de costa.
Actuó con cautela, pero luego se dio cuenta que no había necesidad de pretender, aquí las cosas se hacían en caliente, "derechas", por lo menos en cuanto al sexo; y al otro día a fingir que no había pasado nada y seguir con las rutinas provincianas, aunque todo fueran guiños, murmuraciones, complicidades.
La chica se llamaba Karen; presumía que parte de su familia era originaría de Texas, y su dorado cabello revuelto, y su rostro con pecas parecían confirmarlo. De pronto ya eran amantes; salian muy disimuladamente al cine y a tomar un helado o una malteada en la plaza del centro. Notó que había gente que solo iba al cine para disfrutar del aire acondicionado y olvidar un poco el calor; incluso algunos se quedaban dormidos. Muchas parejitas de adolescentes calientes no se interesaban demasiado por las películas. En esas salas pudo ver Tiburón unas tres veces, la cual reestrenaron preparando el terreno para la anunciada versión en tercera dimensión.
La comida en la zona era buena: abundante carne de res, y embutidos de cerdo; excelentes y frescos mariscos; y queso, mucho queso. Era lo que la región producía con orgullo.
Se puede decir que pudo acostumbrarse al lugar muy rápidamente. Se compró un estereo componente japones de lo último en tecnología de esos años, traído por encargo del "otro lado". Valió la pena pagar por esa joya y por sus ocho bocinas cuadrafonicas. Ahora los discos-de vinil- y los cassettes se escuchaban como dios manda.
Y la vida en el puerto lo hacía a uno olvidarse un poco de los planes a futuro; la cosa era vivir el día a día, ir la playa a cotorrear, no deshidratarse, y juntar un dinerito.
Chalecos!
Hace 12 años
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