No recuerdo exactamente donde había estado minutos antes, de donde venía yo.
Realmente no importaba. El recuerdo, la sensación de verme frente a esa puerta, frente a esa casa, era lo que me abrumaba. Otro recuerdo que me golpeaba como una piedra.
De repente, como tele-transportado –“Tele transportanos Scotty”-, frente a mi estaba la puerta de la casa de mis abuelos. Una sólida puerta metálica, amplia, con reminiscencias al art decó. La puerta de una vetusta casa en la colonia Roma.
Me veo llegando a esa puerta siendo niño. Me habían dejado salir a la calle a jugar con mi pelota. Todo estaba bien, hasta que sentí la imperiosa necesidad de orinar. Corriendo. A punto de orinar en mis pantalones, golpeé la puerta con desesperación. Nadie abría. No quería mojar los dichosos pantalones; no quería pasar por mas vergüenzas. Menos aún en casa de lo abuelos. Así que deslice mi bragueta hacía abajo y oriné justo en la puerta. No había planta ni maceta alguna –como en otras casas, a la entrada- donde disimular mi necesidad fisiológica. Oriné y me liberé; jamás había sentido tal alivio.
Ya iba a terminar de hacer lo mío -juro que ya iba a acabar-, solo faltaba un chorrito más, cuando mi abuela abrió la puerta. Su rostro fue de pasmo; ese nieto, que por cierto, ya había dejado de ser adorable, ahora era lo más cercano a un monstruo, a un ser diabólico que orinaba las mismas puertas del hogar sagrado.
Mi abuela me odió por eso. Se encargó de juzgarme, de ponerme en evidencia frente a los demás, de condenarme.
Otro recuerdo -otra piedra voladora que cae directo en tu cráneo, y atraviesa la "caja de las ideas"-: Se trata de la imagen nítida de esa misma puerta metálica. Ahora es una noche lluviosa. Estoy mojado por la puta lluvia; y la puerta está igualmente mojada. Daría igual si la orinara o no. Nadie abre. La lluvia no me molesta del todo. Estoy de cierto humor tolerante y relajado; tal vez se debe a que estoy ebrio. Me tambaleo; veo el reloj, sonrió estúpidamente. Le grito a mis abuelos-no traigo mi teléfono, lo debí haber perdido-. Hago un escándalo en plena calle. Maldigo a mis abuelos por estar tan sordos –tan ciegos al mundo de aquí afuera, tan encerrados, tan indiferentes-. Mi abuela sale en bata y en camisón de dormir. Nota que estoy ebrio. Me deja traspasar la puerta metálica. No recuerdo que me dice; pero algo me hace sentir culpable; algo en mi interior se quiebra y cruje. No puedo soportar más y estallo en lágrimas. Su desconcierto es total. Le digo -entre sollozos- que no es justo; que no fue justo perder a un hijo -para ella-, un tío -casi un padre-, para mí ; a alguien tan especial. Que no es justo que él no esté aquí, bromeando, llegando tarde, llegando de una gran fiesta siempre con buen humor -con su risa-. De tan buen humor que era capaz de convencerla para que le hiciera de cenar a esa hora –a ella, que era tan inflexible con sus otros hijos-.
La abuela comprende lo que trato de expresar; deja soltar unas cuantas lagrimas también; nos abrazamos. Los dos sabemos que yo no sustituiría a nadie. Que mi vida en esa casa es circunstancial, momentánea. Con todo y eso, me hace de cenar; como siguiendo un viejo ritual. Y, en esos momentos el también está ahí, con nosotros. Nunca murió; eso no pasó, negamos el hecho solo por unos minutos, y cenamos casi en silencio; respetando las horas -la madrugada-; y respetando el solemne recuerdo de nuestros muertos. Calienta unas tortillas para mí –¿De donde sacara esta mujer dinero para huevos y jamón? ¿De dónde sacara fuerzas para vivir con todo lo que le ha pasado?
Liberado -de alguna forma-, y después de haber cenado copiosamente, duermo en la habitación que antes era de él. Duermo en su cama. Veo los posters que el colocó ahí, en las paredes de su cuarto; veo los ojos de las personas -personajes- que están en esos posters; ellos me miran a mi también. Contemplo una calcomanía pegada en la cabecera de su cama, me da risa, me trae buenos recuerdos; y cierro los ojos para dormir, en esa casa, detrás de la puerta de metal, en la colonia Roma mojada por la lluvia nocturna.
Chalecos!
Hace 12 años